Rincón de las maravillas
El árbol que quería ver el mundo
viernes, junio 25, 2021

En una pradera, junto a un sinuoso riachuelo, crecía un joven roble. A su lado se erguían dos elegantes y majestuosos árboles de la misma especie. El joven roble —al que llamaban Ramito— respetaba y honraba a sus majestuosos vecinos, pues ambos tenían en su haber muchos años, y todo lo que habían visto y experimentado les había dejado valiosas enseñanzas.

Ramito a menudo pedía a los robles mayores que relataran experiencias habían tenido. Nunca se aburría de escucharlas. Ellos le contaban de los niños que jugaban bajo sus ramas, de las violentas tormentas que habían soportado, de la vez que el pequeño arroyo se había desbordado después de muchos días de lluvia y de las muchas otras aventuras que habían vivido en esa pradera.

El rincón en el que los tres árboles crecían en la pradera era tranquilo y hermoso. La hierba cubría la tierra formando una mullida alfombra verde, salpicada de numerosas flores multicolores. Al compás de la brisa veraniega se mecían pequeñas campanillas de invierno, narcisos amarillos y amapolas rojo carmesí. Las abejas iban y venían atareadas, mientras mariposas de lustrosos colores danzaban delicadamente en el aire. Pero ajeno a todo ello, el joven arbolito no se sentía del todo conforme.

Cierta hermosa mañana de sol, Ramito se sentía algo abatido.

—Ojala viviera en otro lugar —murmuró—. Este sitio es hermoso, pero demasiado apacible. Nunca pasa nada interesante.

Los robles mayores lo oyeron. Silenciosamente meditaron en las palabras del arbolito.

—Debes recordar, Ramito —respondió el más alto—, que el Creador nos plantó en este lugar.

—Lo sé. Pero me gustaría ver el mundo. Las golondrinas me cuentan de los países que han visitado y de lugares de los que han oído hablar. Me han descrito montañas, desiertos, junglas y mucho más. ¡Me gustaría verlo todo!

—Es cierto —comentó el otro roble—. El Creador ha formado un mundo hermosísimo, con muchas y muy diversas maravillas. Pero nos ha dado a cada uno un lugar en Su creación. Y este es el nuestro.

—Pero estoy harto de este río. De las mariposas, del zumbido de las abejas. ¡Quiero vivir aventuras!

—Ramito —rumió el roble más grande—, recuerda que el Creador nos ha puesto a todos en un magnífico lugar, donde tenemos el sustento que necesitamos para vivir. No debemos quejarnos.

El agua fresca del riachuelo burbujeaba cerca de allí, bañando generosamente las raíces de los robles. Los cálidos rayos del sol permitían a sus hojas producir el alimento que necesitaban, y la gruesa corteza los protegía de los ataques de insectos.

De vez en cuando rugía una tormenta. Los rayos iluminaban el cielo y el sonido de los truenos retumbaba por la pradera, pero ninguno de los árboles sufrió mal alguno. La providencia divina nunca les falló.

El joven árbol agachó la cabeza y asintió, pero de ninguna manera se le levantó el ánimo. Vivía rodeado de tanta belleza y, sin embargo, apenas la notaba.

*

El otoño y la primavera eran las estaciones más tristes para el arbolito. El otoño era difícil porque los pájaros se preparaban para emigrar a lugares más cálidos. Las aves se reunían en las ramas de los robles y conversaban sobre el recorrido que les esperaba. Ramito se lamentaba de no poder acompañarlas. Con la llegada de la primavera, los pájaros volvían narrando experiencias de su viaje y de lo que habían hecho en las zonas templadas del sur.

Lo único que Ramito podía hacer era soñar. En sueños veía tierras maravillosas y parajes desconocidos. Soñaba con playas de arena dorada, montañas cubiertas por un grueso manto de nieve, selvas tropicales de espesa vegetación y con majestuosas ballenas azules que chapoteaban en el mar.

Sueños de aventura y de un mundo mejor ─pensaba Ramito─. Lejos de las abejas, las mariposas y del arroyo que me pone a dormir.

Así fue que el joven árbol continuó soñando acerca de viajes y aventuras, y lamentándose de estar plantado en un paraje tan sereno y de poca acción.

No obstante, cierta mañana algo ocurrió. El sol que ascendió en el cielo estaba más brillante y fuerte de lo normal. Ramito nunca había sentido con tanta fuerza los rayos del sol. El murmullo del riachuelo ya no se dejaba oír. No veía sus aguas por ninguna parte. ─¿Qué estará pasando? ─se preguntó─. Todo a su alrededor había cambiado.

El arbolito quedó atónito al abrir los ojos y descubrir que la hierba verde de su pradera había desaparecido. En su lugar se extendía un mar de arena dorada. Unos pocos arbustos componían toda la vegetación de aquel lugar. Hasta donde se perdía la vista, Ramito sólo alcanzaba a divisar dunas y más dunas de arena.

─Qué extraño ─pensó─. De pronto todo es tan distinto. Y el sol. ¡Qué fuerte es!

A poca distancia del arbolito crecía una planta muy extraña. Parecía un árbol con muy pocas ramas, pero en vez de tener hojas, su cuerpo se encontraba totalmente cubierto de espinas.

─¡Qué extraño! ¡Increíble! ¿Qué le habrá pasado a sus hojas?

Recordó la temporada de otoño en la que se le caían a él todas las hojas y que durante el invierno sus ramas se veían desnudas. A veces hasta daba la impresión de que había muerto. Con la llegada de la primavera sus hojas volvían a crecer. Pero esa planta era distinta. No sabía dónde lo habían trasplantado, pero donde fuera, no hacía nada de frío. Todo lo contrario. Hacía mucho más calor que los días más tórridos de verano en la pradera.

—Disculpa —se dirigió Ramito a la extraña planta con una enorme curiosidad—, nunca había visto un árbol como tú. ¿Eres en verdad un árbol?

—¿Un árbol? —se rió la planta— No. No soy un árbol. Soy un cactus.

—¡Qué interesante! Nunca había oído hablar de un cactus —respondió Ramito.

—Pues existimos desde la creación de los desiertos —explicó el cactus—. Vivimos en el desierto. Esta zona es nuestro hogar.

—¿Y qué le pasó a tus hojas? —inquirió el arbolito.

—¿Mis hojas? Los cactus no tenemos hojas como los árboles. Verás, el desierto es tan caliente y hay tan poca agua, que el Creador nos hizo sin hojas. Así sobrevivimos con muy pequeñas cantidades de agua.

—Qué buena idea —comentó Ramito—. Y tienes razón: ¡aquí hace muchísimo calor!

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —preguntó el cactus—. Nunca te había visto.

—No estoy del todo seguro. Sencillamente aparecí aquí. Es todo lo que recuerdo —suspiró Ramito y continuó examinando su nuevo hábitat.

Las horas pasaron. Al principio el arbolito estaba muy emocionado de hallarse en un nuevo lugar. ¡Había tantas cosas que ver! A su alrededor corrían pequeñas ratas del desierto, escarbando madrigueras y buscando la poca comida que se encontraba por allí. En la distancia, un suricato espiaba de pie a los buitres que rondaban por el cielo. Una serpiente se deslizaba silenciosamente en frente de él. La única vez que Ramito había visto una serpiente había sido una culebra de río. De repente recordó el agua y empezó a preocuparse.

─No hay agua en esta región ─pensó Ramito─, al menos no que yo vea. Y aunque escarbe muy profundo con mis raíces, no siento nada de humedad. ¿Qué voy a hacer?

Al cabo de muchas horas el joven árbol empezó a debilitarse. Sus hojas se tornaban color marrón y caían sobre la arena del desierto. En su afán por ver el mundo, había terminado solito en un extraño lugar y sin una gota de agua. Sólo había arena y un sol abrasador. Cuánto extrañaba el río y la hierba. Incluso las mariposas.

El sol se escondió tras las montañas, dejando en su lugar una noche helada. Reinaba un silencio absoluto. Todo estaba en calma. Y hacía un frío atroz.

—¿Por qué hará tanto frío ahora? —se dijo Ramito—. Hace sólo unos momentos hacía tanto calor que mis hojas se marchitaban, y ahora esta helado. ¡Qué lugar tan extraño! Ojala me encontrara de nuevo en la pradera. No me gusta mucho este país.

De repente, se levanto un viento fortísimo. No se parecía en nada a la brisa que soplaba en la pradera, ni siquiera a las tormentas que había visto allí. Rugía con furia, arrastrando millones de granos de arena, que se arremolinaban y arañaban todo a su paso. Cada grano de arena que le golpeaba su suave tronco era como el pinchazo de una aguja puntiaguda. La tempestad de arena le destrozaba las pocas hojas que le quedaban y le rompía sus ramitas. ¡Era tan doloroso! De pronto, con la misma rapidez con se desató, el viento amainó, dejando en su estela de destrucción a un pobre y moribundo arbolito.

—Esa fue una tormenta de arena —susurró el cactus, que deseaba poder hacer algo para ayudar a su extraviado vecino.

El joven roble ni siquiera pudo contestar. No tenía fuerzas. Cerró los ojos y se quedó dormido.

*

Cuando despertó le esperaba otra sorpresa. ¡Volvía a sentirse bien! Sus hojas habían reverdecido y percibía nuevamente la humedad en sus raíces.

Al mirar a su alrededor, se sorprendió de lo extraño que era el entorno.

—¡Oigan, miren esto! —gritó un enorme árbol que crecía cerca—. Un arbolito microscópico —el árbol soltó una fuerte carcajada.

—Nunca había visto algo tan pequeño —dijo riéndose una gigantesca enredadera.

—Jamás sobrevivirá en este lugar —resonó la voz de otro árbol.

El arbolito miró a su alrededor tratando de asimilar el nuevo e insólito lugar en el que había aparecido. Gigantescos árboles crecían por todos lados. Eran mucho más grandes que los que había visto en su vida, tanto así que no alcanzaba a divisar sus ramas más altas. A su alrededor se veían una maraña de hojas, plantas extrañas y monstruosas raíces que colgaban de los árboles más altos. Al parecer, todas luchaban para adueñarse de un pedacito de tierra en el que vivir.

Aves de todos los colores volaban por todas partes, cantando, chillando y cotorreando. Los monos se columpiaban por las ramas. Las demás plantas parecían crecer con fuerza en ese entorno y se encontraban felices y a gusto. Pero no Ramito. Se sentía solito y fuera de lugar.

—Qué sitio tan raro —dijo, preocupado y asustado—. ¡Aquí la oscuridad es pavorosa! Me pregunto cuándo amanecerá.

—Es mediodía —le explicó una liana cercana, compadecida del nuevo arbolito—. Los rayos del sol pocas veces llegan hasta el suelo de la selva tropical. Los grandes árboles lo impiden.

—Pero necesito de los rayos del sol para sobrevivir —replicó Ramito con ansiedad—. De lo contrario moriré.

Ramito recordó con tristeza su vida en la pradera. —En casa nunca me había preocupado por el agua y el sol brillaba en la justa medida para mí. En cambio, aquí es tan oscuro y lóbrego y la humedad es espantosa. Todas las demás plantas se sienten a gusto en esta selva. No necesitan grandes cantidades de luz solar ni mucha tierra para enterrar sus raíces. Pero yo sí. ¿Qué voy a hacer?

Deseaba no haberse quejado tanto ni envidiado a los árboles que crecen en otras partes. Recordó el consejo que le dio uno de los grandes robles que poblaban la pradera: Uno nunca aprecia tanto lo que tiene hasta que lo pierde. Sólo entonces comprendió Ramito las sabias palabras del viejo árbol. En la pradera había estado rodeado de belleza y de sus amigos. Entre sus ramas volaban abejas y mariposas. Los gorriones y petirrojos se posaban sobre él para entonar su peculiar canción. Pequeños animalitos se escabullían por la verde hierba. En cambio, todo era tan distinto en esta jungla.

La idea de nunca volver a recibir los rayos del sol era más de lo que el arbolito podía soportar. Volvió a cerrar los ojos y se quedó profundamente dormido.

*

Pronto lo despertó un recio viento glacial.

—¿Pero dónde estoy ahora? —gritó Ramito—. Esto no es la pradera. ¡Hace un frío de miedo!

—Te encuentras en la ladera de una montaña muy alta —respondió con profunda voz un pino que crecía pocos pasos más arriba—. Soy el último de la línea arbolada antes de la cima.

Más allá del árbol, Ramito divisaba la árida y rocosa pendiente que ascendía hasta las cumbres nevadas de la montaña. Allá, en la cima, sólo había rocas y nieve. El suelo era blanco, cubierto de hielo.

Al menos aquí nos encontramos más cerca del sol y no habrá nada que pueda interponerse o tapar sus rayos ─pensó el joven árbol.

—¿Siempre neva y hace tanto frío aquí? —le preguntó al pino.

—No siempre —contestó—. Durante un breve período de tiempo, entre el final de la primavera y el principio de verano, la nieve se derrite y el clima es más templado. Pero por lo general hace mucho frío.

¡Uf! ─suspiró Ramito— No estoy seguro de que quiera vivir en un lugar donde el invierno nunca termina.

Examinando de cerca al pino, el arbolito le preguntó:

—¿Cómo puedes estar tan verde, a pesar del frío? ¿No pierdes tus hojas en invierno?

—No, soy un árbol de hoja perenne —le explicó el pino—. El Creador me ha hecho de esta manera para vivir aquí y soportar los embates del frío, el viento y la nieve.

—¡Pero yo no soy un pino como tú! Soy un roble pequeñito y ya empiezo a sentirme entumecido y débil. Se me está congelando la savia. No debiera estar aquí. ¡Mi hogar es en la pradera!

Otra vez Ramito sintió que moría. Sus hojas se habían congelado y sus ramas estaban quebradizas.

─Pobre arbolito ─pensó el pino─.

─Querido Creador ─oró─, ayuda a este pobre arbolillo y colócalo nuevamente en su pradera.

*

—¡Despierta Ramito; ya es de mañana! —sonó una voz conocida.

—¿Dónde estoy? ¿Me encuentro en la pradera? —preguntó Ramito, temiendo abrir los ojos.

—¡Por supuesto que es la pradera! ¿Dónde más crees que estás? —respondió el roble más alto.

—¡Qué bueno es estar otra vez en mi pradera! —exclamó el arbolito con una enorme sonrisa.

—¿Otra vez en la pradera? —preguntó el otro roble—. ¿Acaso dónde has estado? Anoche hubo una pequeña tormenta, pero estoy seguro de que no te moviste de lugar. Es más, yo creo que estuviste dormido todo el tiempo a pesar de la lluvia.

—¡Pero si viajé por todo el mundo! Al principio fui a una tierra muy caliente, donde crecían cactus y vivían cantidades de animales del desierto. Luego aparecí en la selva tropical, rodeado de toda clase de extrañas criaturas. Apenas podía ver el sol. Finalmente estuve en la cima de una montaña, al lado de un gigantesco pino, donde hacía un frío glacial.

—Nunca volveré a quejarme de la pradera —le aseguró a sus compañeros—. Es precioso aquí y tengo todo lo que necesito. El Creador me ha puesto en el sitio perfecto, ¿no es así?

Así es —replicaron los dos robles al unísono.

FIN
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Autor: Didier Martin. Ilustraciones: Zeb. Diseño: Roy Evans.
Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2021.
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Etiquetas: relatos para niños, satisfacción