Rincón de las maravillas
Shalise
viernes, junio 24, 2022

Shalisa era el orgullo preciado y la alegría del gran monarca Almeiro que hace muchos siglos gobernó un antiguo reino. Cada noche, ella le servía su vino predilecto, y él se deleitaba presentándola ante sus cortesanos y delegados que siempre se deshacían en elogios ante el esplendor y gracia de que hacía gala. Todos los que observaban a Shalisa la describían como «una joya centelleante», «imagen de perfección» y «exquisita» ¡a pesar de tener mil cuatrocientos años!

Pero Shalisa no era una mujer, ni tampoco un ser humano. Era una copa, un cáliz… sí, un objeto inanimado. Un cáliz de plata profusamente labrado con delicados diseños florales. A pesar de su edad, no mostraba rastro alguno de desgaste, rotura o mancha; ni un simple arañazo empañaba su hermosura.

Varios siglos antes, un ejército moro capturó a Shalisa arrebatándosela a los cruzados, pero años después uno de los soberanos antepasado de Almeiro la rescató y la condujo a su corte real donde permaneció desde entonces. Gracias a su aura mística, muchos se preguntaban si sería el Santo Grial que Cristo y Sus discípulos utilizaron durante la última cena antes de que éste fuera traicionado.

Por supuesto, no era así. Pero dejando a un lado dicha hipótesis, Shalisa transmitía un aura magnética —o lo que llamamos carisma— y todos los que la alzaban en su mano, especialmente las damas, atribuían esa cualidad a la posibilidad de que se hubiera empleado algún abrillantador especial para bruñirla. Su gracia no radicaba en nada de eso. Shalisa poseía una belleza innata y una durabilidad que echaba por tierra tal presunción. Y otro detalle aún más sorprendente es que Shalisa podía comunicarse con las personas. Sí, Shalisa les hablaba a ciertas personas telepáticamente, a través de sus pensamientos, y solo ellas podían escucharla.

Una de esas personas era el buen rey Almeiro. Ahora bien, cuando Shalisa le habló por vez primera al rey, éste creyó que era su imaginación y que estaba perdiendo el juicio o que la copa estaba poseída por un espíritu maligno. Pensó en deshacerse de Shalisa, pero ella le aseguró que era buena y a fin de demostrárselo, le brindó sabios consejos sobre asuntos de estado. Además, como el rey había perdido recientemente a su esposa debido a una grave enfermedad, Shalisa se convirtió en su fuente privada de consejería, solaz e incluso entretenimiento.

—¿De dónde procede tu poder y sabiduría, Shalisa? —le preguntó el rey una noche.

—Del buen Dios, Su Majestad. Soy vuestro ángel en una copa.

—Debo admitir que desde que te traje a mi corte, solo hemos gozado de buena fortuna. Debes de ser una copa encantada. Quizás, ¿un talismán?

El rey casi podría jurar que escuchó a Shalisa exclamar con una risita:

No, Su Majestad. Soy de género femenino.

*

Un día, mientras regresaba de una de sus conquistas, el rey Almeiro y su ejército tuvieron que atravesar una zona árida y desértica, conocida por lo arduo que era cruzarla debido a las feroces tormentas de arena que la asolaban. Desfallecían de sed, y si no hubiera sido porque el rey descubrió fortuitamente un destello en el cauce de un wadi1 oculto bajo las sombras de una enorme mole rocosa, tanto él como su sedienta compañía se habrían encaminado a una muerte segura. El rey Almeiro estaba tan agradecido que atribuyó su buena fortuna a la misericordia divina y, tras regresar a su palacio, decidió encadenar a Shalisa a aquella roca gigantesca a la que bautizó con el nombre de la «Gran Roca».

¿Por qué? —Preguntó ella cuando el rey le contó su decisión—. ¿Deseáis libraros de mí?

—No, Shalisa. Me duele mucho hacer esto, pero me siento obligado a devolver el favor divino que he recibido colocando mi posesión más preciada en un lugar donde… sea de bendición y salve la vida de los que perecerían de sed si no perciben una chispa de esperanza. Tú serás esa esperanza que resplandece en la arena bajo la sombra de la Gran Roca, y no pasarás desapercibida a nadie.

Pero, podrías emplear a otra persona… otra cosa. Una joya, incluso una baratija… quizás ¿un espejo?

El rey sacudió la cabeza.

—Las joyas, las baratijas y los espejos sirven de poco en tan lúgubres circunstancias. Lo que precisan los viajeros moribundos es una copa que los atraiga al riachuelo y con la que puedan apagar su sed. Ah, tal gozo

¿Gozo?, Su Majestad.

—Sí. Para ti.

¿Para mí?

—Ya lo verás.

*

Así, el rey Almeiro en persona llevó a Shalisa a la Gran Roca donde uno de sus herreros clavó una larga y pesada cadena a la pared de granito y la sujetó con un férreo grillete alrededor del pie de la copa.

—No temas, Shalisa —le susurró el rey tras colocarla en la arena y darle su bendición—. Pasaré con frecuencia cuando vaya a visitar mis últimas conquistas para ver cómo te va.

Aguardaré ansiosa vuestra visita, Su Majestad. Pero no temáis por mi bienestar, porque aquí a la sombra de la Gran Roca me invade una maravillosa y peculiar seguridad.

—Yo percibí también lo mismo, Shalisa. Adiós.

*

Shalisa descubrió desde el primer día en que fue encadenada a la gran roca que, a pesar de sufrir circunstancias tan restrictivas, experimentaba una incansable alegría al refrescar a los viajeros agotados y sedientos. Ya fueran ricos o pobres, toscos o refinados, feos o hermosos, todos los rostros reflejaban el mismo alivio incontenible por haber saciado su sed, sobre todo aquellos a los que salvó de una muerte segura.

Por la noche, cuando los escasos viajeros dormían, Shalisa se comunicaba con la Gran Roca. Ésta siempre le transmitía importantes y sabios pensamientos; en ocasiones salpicados de humor, otras veces de gran profundidad, pero siempre aderezados con ternura y consuelo. Algunas veces, los pensamientos de Shalisa hacia la Roca eran inquisitivos, en ocasiones petulantes y con frecuencia (a medida que la conocía mejor) un poco atolondrados y superficiales, pero siempre adornados de reverencia y amor.

Como recordaréis, Shalisa podía comunicarse con ciertas personas telepáticamente. Eran pocas, y ella nunca sabía a ciencia cierta quiénes serían o de qué edad o clase social. De entre el sinfín de viajeros sedientos que se detuvieron junto a la Gran Roca, Shalisa se comunicó con un comerciante acaudalado, un guerrero con cicatrices de guerra, un anciano y marchito sabio, un juglar errante, un cortesano hastiado del mundo, una joven monja muy agradable, y muchos chiquillos encantadores. Shalisa comprendió que en su dilatada vida todas esas personas, en cierto modo, desempañaban un papel en el cumplimiento de su destino aparentemente fijo e inamovible. Algunos lo hicieron determinando sus pensamientos, otros le proporcionaron comprensión y compasión, algunos le impartieron sabiduría y otros más le brindaron ánimo, e incluso —como el juglar— entretenimiento.

Un atardecer, un abogado y sus dos hijas doncellas pasaron por allí. Desfallecían de sed, y si Shalisa no hubiera reflejado el sol poniente que los atrajo al wadi, los tres habrían perecido.

—¡Oh, padre, qué copa tan hermosa! —Exclamó una de las muchachas mientras ella y su hermana bebían y se refrescaban agradecidas por el agua que proveía Shalisa—. Posee un asombroso encanto.

—Sin duda alguna —repuso el abogado, y agarrando a Shalisa por el pie, tomó de ella un buen trago de agua.

—Si no hubiera sido por tu fulgor, oh sagrado cáliz —dijo riendo mientras la sostenía en alto—, habríamos perecido de sed.

—No es nada, señor. Para mí es un placer ver que vos y vuestras hijas os habéis refrescado.

—¿Sucede algo, padre? —preguntó una de las hijas al observar el rostro atónito de su progenitor.

—N-no. Eh… quizás fue solo mi imaginación, pe-pero ¿oísteis la voz de una mujer?

—No.

—En ese caso, supongo que se trata de una ligera insolación… ha sido una larga travesía.

—Pero, es cierto lo que dices, padre. Le debemos nuestra vida a esta copa.

—Sí —añadió la otra hija—. Es vergonzoso que permanezca encadenada. Existen cosas mejores que estar aquí tirada en la arena. Me gustaría encontrar una forma de desencadenarla.

—Bueno… entre nuestro equipaje traigo una herramienta adecuada —dijo el abogado.

—Oh, padre, por favor. Podríamos llevarla a casa y colocarla en el mejor anaquel de nuestra mansión. ¡A mamá le encantaría!

—Me lo pensaré.

Ni lo piense, señor.

El abogado echó un vistazo, y viendo que sus hijas habían acomodado el lugar para pasar la noche, levantó en alto a Shalisa.

—¿De veras estás hablando conmigo? —susurró.

—Así es, pero solo tú puedes escucharme.

—Evidentemente es así. Pero ¿por qué?

—No lo sé, pero existe algún motivo. Quizás yo juegue un papel importante en tu destino, o tú en el mío.

—Es posible. Por cierto, me llamo Lexus.

—Y yo, Shalisa. Y por cierto, no tengo el más mínimo interés en irme de aquí.

—De acuerdo, Shalisa, pero ¿escuchaste lo que dijeron mis hijas?

—Sí.

—¿Te das cuenta de lo hermosa que eres?

Shalisa guardó silencio. Se sorprendió al descubrir cómo le afectaban sus comentarios, cuando normalmente otros cumplidos similares le resbalaban como las aguas del wadi.

—Shalisa, ¿eres feliz? —Preguntó Lexus—. ¿Realmente feliz?

—Aplacar la sed ajena me proporciona un resplandor interno, si es correcto expresarlo de ese modo.

—Sí. Las personas aplacan su sed contigo, pero ¿se detienen acaso a darte las gracias y mostrarte su aprecio?

—En raras ocasiones, pero observar el placer que reflejan sus semblantes es suficiente recompensa para mí. Simplemente soy una vasija que les transmite el bien más preciado para ellos.

—Ah, entonces igual serviría cualquier vieja vasija de barro, Shalisa.

—Señor, una vasija de barro se rompería contra la roca. Además, no podría reflejar los rayos del sol.

—Muy bien. ¿Y qué tal si se tratara de una copa de acero?

—El acero se oxida con el agua.

—¿Y un balde de madera?

—Repito: no reflejaría los rayos del sol. Mi propósito es atraer a las personas.

—Ya veo.

—Además, la madera se pudre con el agua. Y tendría un sabor nauseabundo.

Lexus, el abogado, se rió.

—¡Bien dicho! Debo admitir que el agua posee un sabor excepcionalmente delicioso procediendo de un recipiente como el tuyo. Pero yo haría que resplandecieras en un lugar donde tu esplendor fuera grandemente admirado.

—Señor, ya soy y he sido grandemente admirada.

Pero, ¿por quién?

—Incluso por lo que en estos momentos se cierne sobre ti, la Gran Roca.

Lexus alzó la mirada.

—¿Qué? ¿Esa enorme formación de granito oscuro?

—Sí. Pero es más que…

—¿Pero acaso no preferirías disfrutar de la calidez y cercanía de una familia que valore tu belleza y te ame verdaderamente por ser quien eres?

Shalise no respondió. Durante años, muchos avispados en busca de fortuna regresaron con herramientas para soltar a Shalisa y liberarla de la cadena que la unía a la Gran Roca, pero sus intentos resultaron fallidos al no hallar el punto exacto por donde se podía cortar. Incluso aquellos que, al igual que Lexus, llevaban consigo las herramientas adecuadas cuando bebieron por vez primera de la copa, descubrieron que al tratar de emplear sus herramientas para liberarla, en aras de su propio beneficio, la Gran Roca ocultaba a Shalisa de su vista y mostraba un talante tan amenazador que los disuadía de seguir adelante con su objetivo.

Y entonces, ¿por qué tales personas descubrieron a Shalisa y ésta se comunicó con ellas? La verdad es que últimamente Shalisa ansiaba disfrutar de todo lo que le estaba ofreciendo Lexus. Y la Gran Roca estaba al tanto y lo sopesaba con paciencia y comprensión. Además, al escuchar los elogios que le hicieron las doncellas sobre su belleza, esto produjo en ella un mayor anhelo de ser libre y disfrutar de los halagos que afirmaban que merecía. Todos esos pensamientos le brindaron la oportunidad de satisfacer dicha aspiración; y a la mañana siguiente Lexus, para deleite de sus hijas, liberó a Shalisa y la llevaron consigo a su hogar.

*

Durante el tiempo que Shalisa vivió junto al wadi, el rey Almeiro cumplió fielmente su palabra y asiduamente tomaba aquella ruta deteniéndose junto a la Gran Roca para beber de Shalisa y comunicarse con ella a solas lejos de su séquito.

—¡Caramba! —exclamó él—. Si mis súbditos me vieran conversando con una copa me catalogarían de demente.

Sin embargo, tras la última reunión que celebraron, el rey se quedó preocupado al observar en ella una desasosegada melancolía, y se sintió profundamente afligido, cuando en su viaje de regreso, descubrió su desaparición. Ofreció una regia recompensa a quien la encontrara pero todo fue en vano, así que reemplazó a Shalisa con otra copa de plata, pero ésta pronto perdió su lustre y se volvió opaca y no reflejaba los rayos del sol ni atraía a los sedientos viajeros.

Mientras tanto, Shalisa gozaba ante la adoración de las doncellas y su madre. Durante muchos meses, presumieron de ella en todo lugar ante sus familiares y ciertas selectas amistades, pero Shalisa comenzó a perder su lustre, lo que provocó que se desvaneciera el interés de las muchachas y terminaran utilizándola meramente como un simple florero. A pesar de que Lexus cada día andaba más ocupado, aún continuaba comunicándose clandestinamente con ella, pero dichas ocasiones eran cada vez más breves e inusuales.

Una noche, tras bajar a Shalisa de su anaquel la llevó al sótano. Lexus parecía preocupado y bastante avergonzado. Una vez allí, la colocó sobre una mesa y mientras la lustraba con un paño de terciopelo se dirigió a ella:

—Shalisa, ¿te sientes desdichada, verdad?

—Debo admitir que, en cierto modo, así es. ¿Por qué será?

—Has perdido casi todo tu lustre.

—De eso no soy consciente. Solo sé que he perdido el brillo interno.

—Creo que conozco la causa —afirmó Lexus—. Comprendo que como eres de por sí tan abnegada y hasta diría que… santa por naturaleza, aprecias la compañía y aún más la admiración de almas de ideas afines que sean de tu mismo parecer.

—Señor, tanto vos como vuestra esposa e hijas habéis sido muy gentiles.

—Gracias. Sin embargo, me refiero a gentes aún más dignas. Estoy convencido de que te hallas en un nivel más elevado donde los seres piadosos y fieles como tú no solo te admirarán sino que te venerarán.

—Señor, no sé a qué os referís.

Lexus se revolvió inquieto y bajó aún más la voz hasta convertirla apenas en un susurro.

—Mira, Shalisa, quizás hayas notado que, por culpa de los apuros económicos, me he visto obligado a vender gran parte de los bienes de mi familia, y tú eres uno de los más valiosos. Lamento tener que informarte que he decidió venderte a una iglesia.

—¿A una iglesia?

—Sí. Se trata de un lugar sagrado donde te usarán como un cáliz consagrado. Es una catedral donde las gentes devotas te honrarán con la reverencia que ni mi esposa ni mis hijas, ni siquiera yo, podríamos ofrecerte jamás.

—No espero reverencia alguna, señor. Solo deseo ver…

—Lo comprendo. Piensa por un instante en el gozo que reflejarán los rostros de los que te contemplen; quizás hasta te consideren el cáliz mismo del que bebieron Cristo y Sus discípulos. Tu apariencia sempiterna podría atestiguar dicha suposición.

—No tengo interés alguno en incentivar tan absurda suposición.

—Muy bien, Shalisa. Pero, ¿acaso no te resultaría más satisfactorio dicho servicio sagrado que el cuidado reconfortante que nosotros te prodigamos y más que la gratitud —si es que existe alguna— de la chusma egoísta que solo se inclina para satisfacer su sed?

Shalisa no respondió nada.

—De todos modos —continuó Lexus— el concilio de la catedral más imponente de la ciudad me ha ofrecido una suma considerable por ti. Que te sirva de consuelo, mi querida Shalisa, que dicha cifra salvará a mi familia de una ruina segura.

—En verdad me siento muy agradecida por ello, señor —contestó Shalisa.

Y al día siguiente pasó a manos de un sacerdote que la colocó con gran reverencia entre los objetos eucarísticos.

Y así fue que durante muchos meses, Shalisa fue alzada, bendecida y utilizada como el objeto principal en la ceremonia más sagrada de la catedral, un servicio donde se sintió consagrada pero, por extraño que parezca, insatisfecha. De todas formas, se sentía complacida al descubrir que había recuperado su lustre externo. Y ella lo atribuía a que de nuevo brindaba felicidad a los demás.

Shalisa también descubrió que el vino que acogía en su interior la mareaba y la volvía inconsciente de su solemne destino; y más bien empezó a resentirse de que, cuando los feligreses regresaban a sus hogares, el sacerdote bebía más de ella, dejándola vacía y aún más insatisfecha. Este clérigo apenas se fijaba en ella, mucho menos le daba las gracias. Sí, Shalisa había disfrutado de la reverencia transcendental de la congregación y sobre todo de la acogida alegre, aunque singular y silenciosa, que le brindaron algunos de sus miembros, pero echaba de menos las reacciones eufóricas de los viajeros desesperados y sedientos. Desgraciadamente, su frustración y amargura fueron en aumento hasta el punto en que lo que más deseaba en el mundo era ser liberada de su servidumbre mojigata y que la llevaran a otro lugar, fuera donde fuera.

Afortunadamente, cada noche se comunicaba con su apreciada y majestuosa Gran Roca que le brindaba consuelo, y a pesar de estar separadas por la distancia, parecía estar más cerca que nunca de Shalisa y más pendiente de sus anhelos.

Sus ansias de libertad se vieron recompensadas una noche cuando el sacerdote, tras empinar el codo más de la cuenta con el vino de la comunión, se desplomó y Shalisa se cayó rodando del altar.

El sacerdote se había olvidado de guardar bajo llave los sacramentos, lo que permitió que un par de ladrones los desvalijaran, y Shalisa terminó dentro de una enorme bolsa de cuero junto con otros valiosos ornamentos religiosos. Después dedujo, con buen humor, que se sentía como el profeta Jonás cuando fue liberado de su oscura morada después de tres días y tres noches. Pero ella no terminó en una playa sino en manos de un acaudalado galeno que la consideró la pieza más atrayente y valiosa del botín de los ladrones y les pagó por ella una considerable suma.

—¡Mil cuatrocientos años de antigüedad! —anunció poco después ante sus distinguidos invitados mientras les mostraba a Shalisa—. ¿Lo ven? Está gravado en la parte inferior.

—¿De veras? —Comentaron algunas damas—. Parece que la moldearon ayer mismo. Pero, ¿cuál es su secreto?

—No tengo la menor idea —respondió el médico—. Algunos lo achacan a que la utilizaron ampliamente a través de los siglos y bebieron de ella en banquetes, en cortes reales e incluso en iglesias. En otras palabras, su utilidad ha preservado su perfección. Yo me conformo con dicha teoría. Tal manejo se manifestaría actualmente en forma de rayones indecorosos, abolladuras e incluso deslustre. Considero que la habrán tratado con delicadeza y el más sumo cuidado. Ahora, cuando no la exhibo para deleite de mis invitados, la mantengo envuelta en terciopelo negro.

Sabiendo que otras copas de plata en desuso precisaron un buen restregón, Shalisa difirió de la hipótesis del doctor, pero reconoció que le deleitaban los elogios que le brindaban, sobre todo cuando procedían de labios femeninos. Sin embargo, poco después, a pesar de tales mimos y contemplaciones, Shalisa se sintió aburrida y descontenta, y el galeno notó que su lustre disminuía.

—No me lo explico —dijo cuando le preguntaron sobre el evidente declive de su belleza—. He empleado los mejores abrillantadores para plata y se ha deteriorado más.

—Ya veo —contestó una señora—, está comenzando a mostrar su edad.

—Lo más provechoso sería que la vendáis a un museo —sugirió el marido de la señora—. En tales instituciones, la antigüedad prima sobre la fina labor e incluso la belleza. A fin de cuentas, mil cuatrocientos años no es cualquier cosa.

El médico accedió y vendió a Shalisa por una considerable suma al museo de una ciudad bastante distante de la catedral donde la robaron.

—Será mejor que asfixiarse casi todo el tiempo dentro de un paño de terciopelo negro —exclamó Shalisa pensativa—, al menos disfrutaré de la luz del día, o al menos de una buena iluminación. Hasta es posible que vea el gozo reflejado en los semblantes de los estudiantes de historia o de los niños.

¡Pobre Shalisa! A los pocos días de ser exhibida, lo único que experimentó fue la indiferencia del público en general, el frío escrutinio de algunos curiosos inspectores del museo, y lo más desconsolador, el imprevisto desinterés y aburrimiento de los niños.

—Un museo… ¡ay! Es igual que estar en un mausoleo —pensó, y concluyó que preferiría que la robaran por su valor que sufrir una existencia tan vana y desesperanzada. Si un precioso cáliz pudiera llorar, seguro que la habríamos visto derramar unas lágrimas.

Pasaron muchos meses hasta que un día ciertos oficiales de la ciudad invitaron a un apuesto príncipe y a su comitiva a una visita guiada por el museo. Tras recorrer las galerías contemplando las obras de arte expuestas, se detuvieron ante Shalisa.

—Buenos días, Su Majestad.

Ante el saludo de Shalisa, el príncipe quedó atónito y dio un grito ahogado de asombro.

—¿Todo en orden, Su Majestad? —preguntó un ayuda de cámara.

—Eh… ¿escuchaste a alguien… a una dama que me saludó hace un instante?

El ayudante de cámara negó con la cabeza.

—Debo estar cansado; ha sido una jornada ardua y estresante. Apreciaría quedarme por unos instantes a solas con… m-mis pensamientos.

—Como deseéis, milord —contestó el ayudante de cámara e hizo señas al resto de la comitiva del príncipe para que abandonaran la sala con él.

Ah, ahora podemos hablar —dijo Shalise al quedarse solos.

—¿Estoy oyendo cosas? —susurró el príncipe.

—Sí, Su Majestad. Estáis oyendo mis pensamientos.

—¿Te conozco?

—Así es, desde que erais un muchacho. ¡Caramba, qué apuesto os habéis vuelto!

—Gracias, mi señora, pero ¿de dónde me conocéis?

—Soy Shalisa, la copa favorita de vuestro padre, el rey Almeiro. Yo le servía su vino predilecto.

El príncipe esbozó una sonrisa.

—Ya lo recuerdo. Él te apreciaba muchísimo, y le causó un gran pesar cuando desapareciste de la Gran Roca.

—Yo también he estado muy apesadumbrada desde entonces, Su Majestad.

—Mi padre todavía sigue nombrándote —añadió el príncipe—, tiene una edad muy avanzada y está postrado en cama. Me temo que pronto…

—Entonces, significaría mucho para nosotros tres si pudiera reunirme de nuevo con él.

—Escucha, Shalisa, la gente pensará que me he vuelto loco si me encuentran conversando con una copa antiquísima.

Shalisa soltó una risita:

¡Hablas igual que tu padre!

Apenas el príncipe terminó de hablar, el director del museo entró en la estancia.

—¿Todo en orden, Su Majestad?

—Perfectamente, señor. Deseo adquirir este cáliz.

—¿De veras?

—Sin duda alguna. Pagaré una espléndida suma por ella… él.

El director se acarició la barba.

—Con todo respeto, Su Majestad, este cáliz dista mucho de ser la obra expuesta más importante —lo sería si pudiera recuperar su lustre original. Pero claro, teniendo una antigüedad de mil cuatrocientos años resulta una noble y fascinante curiosidad.

—Por supuesto. Pero como ya mencioné, pagaré una suma espléndida.

—Muy bien, Su Majestad —contestó el director—. Pero decidme, ¿se trata de mi imaginación? Porque desde que mostrasteis interés en el cáliz, ha recuperado parte de su anterior esplendor. ¡Qué tontería, Su Majestad! Perdonadme, ha sido un día muy largo…

—Para mí también lo ha sido —respondió el príncipe—, pero parece que así es, Shalisa… eh… el cáliz parece resplandecer. Por tanto, deberíamos formalizar la operación antes de que cambiéis de opinión.

El director soltó una carcajada mientras estrechaba la mano del príncipe y éste, al día siguiente, regresó contento a su palacio llevando consigo su precioso trofeo que estaba tan dichoso como él.

*

—¡Shalisa, Shalisa! —Exclamó el rey Almeiro cuando su hijo le entregó su tesoro perdido por tantos años—. Estás viva —si se puede afirmar eso de un cáliz— y en buen estado. Sin embargo, yo, como ves…

—Lo lamento mucho, Su Majestad.

—No lo lamentes. Ahora moriré feliz gracias a poder disfrutar, en este mundo, de los últimos sorbos de mi vino favorito en mi copa predilecta. ¿Sabías que por eso te bauticé Shalisa?

—Sí, Su Majestad. Mi nombre significa «cáliz».

Pero antes de darnos el último adiós —continuó el rey—, decretaré que te coloquen en el lugar más sublime de palacio, para que te admiren todos los que pasen junto a ti.

—Es lo mínimo que merece —dijo el príncipe.

—Totalmente de acuerdo —añadió el rey—. ¿Qué más podrías pedir, Shalisa?

—Poco más, Su Majestad.

—¿Poco más? —Preguntó el rey, percibiendo un dejo de melancolía en las palabras de Shalisa—. Dímelo y te lo concederé.

—Su Majestad, deseo que ordenéis que me encadenen nuevamente a la Gran Roca para disfrutar observando el placer que sienten los viajeros agotados y sedientos al beber de mí, sin importar su clase ni rango.

Los ojos del rey se llenaron de lágrimas, y volviéndose hacia su hijo, dijo:

—Llama al mayordomo y haz que llene mi copa con el vino más fino de los barriles de nuestra bodega.

—Tu valentía me ha conmovido —dijo el rey a Shalisa—, no puedo menos que de corazón otorgarte tu solicitud. Sin embargo, también decretaré que se apueste un centinela junto a ti para vigilar que no sufras ningún daño.

—Aprecio vuestro interés por mi bienestar, Su Majestad, pero no preciso que ningún guardián vele por mi seguridad. Con la Gran Roca será suficiente. Cualquier peligro que me acontezca será solo culpa mía por permitir pensamientos erróneos, de lo cual ni un millar de centinelas evitarían si la Gran Roca me retirara su protección.

*

Por eso, si hoy en día viajas por aquellas antiguas tierras y pasas junto al riachuelo que corre cerca de la Gran Roca, verás a Shalisa tan joven y primorosa como el día que fue creada. Todavía se dedica alegremente a aplacar la sed de numerosos viajeros. También aplacará la tuya, y quien sabe, tal vez se comunique contigo y te hable al corazón.

Por otro lado, es poco probable que tú o yo lleguemos a ver a Shalisa, pero ¿conoces alguna persona semejante a ella? ¿Alguien en apariencia insignificante y que suele pasar desapercibido, pero siempre alegre de ayudar al prójimo? Quizás tú mismo eres así.

Fin

Nota a pie de página:

1 un valle, riachuelo o canal que permanece seco excepto en época de lluvias

Texto: Gilbert Fenton. Ilustración: Jeremy. Diseño: Roy Evans.
Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
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Etiquetas: relatos para niños, satisfacción, servicio