Rincón de las maravillas
Aventura bíblica: El rey que perdió la razón
viernes, julio 2, 2021

Adaptación de Daniel 4

Nabucodonosor, rey del Imperio Babilónico, contemplaba la capital, Babilonia, junto a su reina desde los jardines que había sobre el palacio imperial. El sol se ponía reflejando a lo lejos una luz dorada sobre los gloriosos edificios y templos. Con el rostro radiante, Nabucodonosor exclamó:

—Ah, qué agradable estar de vuelta.

—Es maravilloso que estés de regreso, mi señor —contestó la reina—. Tus últimas conquistas te mantuvieron ausente muchos meses.

—Así es —exclamó él—, y fueron grandes conquistas, cariño. Tendrías que haberme visto al mando de mis ejércitos cuando arrasamos Palestina y las naciones del Jordán. ¡Nadie podía hacerme frente! Obtuvimos una victoria absolutamente aplastante sobre sus ejércitos, derribamos sus muros e incendiamos sus palacios. Jamás ha habido imperio tan grande como el mío... em, nuestro, ni rey conquistador que ostente tal gloria y poder.

—También has traído inmensas riquezas y tesoros —exclamó la reina.

—¡Y esclavos! —Dijo el rey—. Voy a incluir a varios miles en las cuadrillas de esclavos que embellecerán Babilonia.

—Aunque ya se ve espléndida —dijo la reina—. Jamás ha habido en el mundo otra ciudad tan grande y magnífica.

Nabucodonosor respiró profundamente y sonrió con suficiencia.

—Y me he propuesto que se vea aún más gloriosa —dijo—. Con todos los esclavos que traje, podré acelerar el trabajo.

Luego de un abundante festín y varias copas de vino, Nabucodonosor y la reina se retiraron a sus aposentos, y el gran monarca, soberano de Babilonia y del mundo, se quedó dormido. En otras partes de la ciudad, hombres y mujeres de muchas nacionalidades, agotados por la faena del día, tiritaban de frío intentando dormir sobre rústicas esterillas de paja. Para ellos la noche pasaba pronto. Antes del amanecer, se los despertaba, y luego una comida de pan y sopa, eran llevados a las calles a trabajar. Con su sudor, su sangre y sus lágrimas construían Babilonia, la ciudad más espléndida de la tierra.

Aquella mañana, justo después del amanecer, un importante funcionario que tenía cerca de cincuenta años caminaba por la famosa «Vía de la Procesión», la avenida principal de Babilonia. Al pasar por la puerta de Ishtar, un carro se acercaba hacia él por la avenida a toda velocidad. Tiraron de las riendas bruscamente, obligando a los caballos a detenerse a su lado.

—¡Daniel, sube! —Dijo un noble judío de avanzada edad—. El rey Nabucodonosor quiere verte enseguida.

El señor Beltsasar, conocido entre sus amigos hebreos como Daniel, se ubicó junto a su amigo Abednego y el carro salió a toda carrera rumbo al palacio real. Ni bien había llegado a las escalinatas del palacio, una docena de guardias salió a recibirlo para escoltarlo a la sala del trono.

Alrededor del trono había un grupo de magos y astrólogos cuchicheando, pero al entrar Daniel, el rey Nabucodonosor ordenó que salieran todos.

—Ven. Ven aquí, Beltsasar —dijo.

Daniel se inclinó en señal de reverencia y se acercó al trono.

—¿Qué sucede, majestad? —preguntó.

—Esta mañana, temprano, tuve un sueño increíble, una pesadilla —respondió el rey con una expresión de espanto—. Estando en mi lecho, las visiones que pasaron por mi cabeza me llenaron de terror.

—Pero no comprendo su significado. Relaté el sueño a todos los sabios de Babilonia, a todos los magos, los hechiceros, los astrólogos y los adivinos, y no supieron interpretarlo.

—Pero tú, Beltsasar, eres maestro entre los magos. Sé que el espíritu del Dios Altísimo mora en ti, y que ningún misterio es demasiado difícil para ti. Hace muchos años, supiste interpretar el sueño de la gran imagen. Tal vez puedas ayudarme ahora otra vez. Por tanto... he aquí mi sueño:

—En medio de la tierra delante de mí había un árbol muy alto. Creció grande y fuerte, y tan alto que su copa llegaba hasta el cielo; se veía desde los confines de la tierra. Su follaje era hermoso y su fruto abundante, y había en él alimento para todos. Debajo de él encontraban refugio las bestias del campo, y en sus ramas hacían morada las aves del cielo, y todos los seres de la tierra se alimentaban de su fruto.

En ese momento Nabucodonosor palideció y su frente se cubrió de gotas de sudor al revivir la experiencia:

—Luego, en mi visión, delante de mí apareció un vigía. No era un centinela común, como los que montan guardia en los muros de la ciudad, sino que... —agregó, susurrando temerosamente— era un santo, un ángel que descendía del cielo. Entonces el centinela gritó con gran voz: «¡Derriben el árbol y córtenle las ramas, quítenle el follaje y dispersen su fruto! ¡Váyanse las bestias que están debajo de él y las aves de sus ramas! Mas la cepa y sus raíces dejad en la tierra, con atadura de hierro y de bronce entre la hierba del campo, y deja que se empape con el rocío del cielo, y que habite con los animales y entre las plantas de la tierra.»

Tembloroso, Nabucodonosor hizo una pausa, suspiró profundamente y continuó:

—Luego el vigía ordenó: «¡Que le sea quitada su mente humana y le sea cambiada por la mente de una bestia, hasta que hayan pasado siete años. La resolución es anunciada por los vigías, y la sentencia dictada por los santos, para que conozcan los vivientes que el Altísimo gobierna sobre los reinos de los hombres y que Él se los da a quien quiere, ¡y pone sobre ellos al más bajo de los hombres!»

—Ése es mi sueño, Beltsasar. Dime ahora la interpretación.

Daniel se sentó, profundamente sumido en la reflexión y la oración, y a medida que el significado del sueño le era revelado, quedó perplejo y sus pensamientos lo perturbaban profundamente. Sabía que al rey no le agradaría su respuesta, pero también sabía que por el propio bien del rey, debía decirle la verdad.

A ver la expresión de preocupación en el rostro de Daniel, Nabucodonosor le dijo:

—Que no te turben ni el sueño ni su interpretación. Dime qué significa.

Respetuosamente, Daniel respondió:

—Señor mío, desearía que el sueño se refiriera a tus enemigos y la interpretación a tus adversarios. El árbol que viste, que se hacía grande y fuerte, y cuya copa llegaba hasta el cielo, de manera que era visible desde todos los confines de la tierra... eres tú. Te has hecho grande y fuerte; tu grandeza ha crecido hasta alcanzar el cielo y tus dominios se extienden hasta los confines de la tierra, desde Persia hasta la frontera de Egipto.

—He aquí la interpretación de las palabras del vigía, oh rey, la sentencia que el Altísimo ha decretado contra ti:

—Serás echado de entre los hombres y vivirás con las bestias; te alimentarás de la hierba como los bueyes y serás bañado con el rocío del cielo durante siete años, hasta que reconozcas que el Altísimo es quien gobierna sobre los reinos de la tierra y se los da a quien quiere.

Y añadió:

—La orden de dejar la cepa del árbol con sus raíces significa que el reino te será devuelto cuando reconozcas que el cielo gobierna sobre la tierra.

—Daniel sabía muy bien el motivo por el que le había sido dado al rey aquel mensaje: se debía a la soberbia de creer que había construido la ciudad de Babilonia y el Imperio Babilónico gracias a su propia fuerza.

Con la esperanza de que el rey Nabucodonosor cambiara o se arrepintiera para que no tuviera que pasar por aquella penosa experiencia, Daniel le dijo:

—Oh rey, acepta de buen grado mi consejo; redime tus pecados haciendo el bien, y abandona tu impiedad apiadándote de los pobres. Tal vez así continúen tu paz y tu prosperidad.

Perplejo, e rey Nabucodonosor permaneció sentado durante un largo rato pensando en lo que Daniel le había dicho. El hecho de que hombre alguno le dijera aquellas palabras al soberano del mundo era una gran osadía. Aun tratándose de alguien a quien respetara tanto como a Daniel.

Sin embargo, luego de varios meses, el temor al sueño se debió desvanecer, ya que Nabucodonosor se volvió aún más altivo y tiránico.

Pasó un año, y una mañana, mientras paseaba por la azotea del palacio real, Nabucodonosor contempló la gran ciudad que había construido. Pensó en el gran templo de oro que había construido para su dios Marduk, y en los cincuenta y tres templos y ochenta altares que había erigido a los dioses, en cuya construcción y decoración había invertido tanto tiempo y dinero. Pensó en su palacio, la edificación más espléndida de la tierra, y en su propia manera de vivir, rodeado de lujos que no habían sido alcanzados por ningún otro rey sobre la tierra.

Nunca hubo, y nunca habrá, una ciudad tan magnífica y gloriosa como Babilonia, reflexionó.

Entonces Nabucodonosor exclamó en voz alta:

—¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué para que fuera mi residencia real, valiéndome de mi gran poder, y para gloria de mi majestad?

Acababa de pronunciar esas palabras, cuando se oyó una voz que provenía del cielo:

—Esta es tu sentencia, rey Nabucodonosor: el reino te ha sido quitado, y serás echado de entre los hombres y vivirás con las bestias salvajes. Te apacentarás de la hierba como los bueyes, y pasarán siete años hasta que reconozcas que el Altísimo es quien gobierna sobre los reinos de los hombres y se los da a quien le place.

De pronto, Nabucodonosor trastabilló aturdido y cayó al suelo. En ese mismo instante se cumplió en él la profecía. Lo separaron de la gente y se apacentó de la hierba como los bueyes. Su cuerpo se bañó con el rocío del cielo hasta que el pelo y las uñas le crecieron como plumas y garras de águila.

Siete largos años transcurrieron, y un buen día algo cambió dentro de la mente de Nabucodonosor y recobró el juicio. Al darse cuenta de todo lo que le había ocurrido, levantó la mirada al cielo y comenzó a alabar y a dar gloria al Altísimo.

Con el rostro bañado en lágrimas, dijo:

—Su dominio es eterno; Su reino perdura de generación en generación. Ante Él, todos los pueblos de la tierra son considerados como nada. Él hace según Su voluntad con las potestades de los cielos y con los pueblos de la tierra. No hay quien detenga Su mano ni le diga: «¿Qué haces?»

Al día siguiente, todos sus consejeros y cortesanos acudieron a él, y al ver al rey en su sano juicio, le devolvieron el trono. Recuperó su dignidad y su esplendor, y su grandeza fue aún mayor que antes.

La transformación de Nabucodonosor fue tan profunda que escribió una carta dirigida al mundo babilónico, en la cual confesaba su pecado y proclamaba su fe en Dios, haciendo que fuera traducida a todos los idiomas que se hablaban en su reino. Aquella carta oficial de confesión pública quedó registrada en la Biblia, en el cuarto capítulo del libro de Daniel.

La carta del rey concluye con la siguiente afirmación: «Ahora yo, Nabucodonosor, engrandezco y glorifico al Rey del cielo, porque todas Sus obras son verdaderas, y Sus caminos son justos. Y Él puede humillar a los que andan con soberbia»1.


Nota a pie de página:

1 Daniel 4:37.

Ver «Héroes de la biblia: Daniel» para más información sobre este fascinante personaje de la Biblia.
Adaptado de Dichos y Hechos © 1987. Diseño: Roy Evans.
Una producción de Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2021
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Etiquetas: audio, relatos de la biblia para niños, vidas admirables, aventuras bíblicas, biblia, humildad